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PROPUESTAS DE REFORMA DE LOS PROCEDIMIENTOS EN LA CORTE SUPREMA
POR EL JUEZ BOGGIANO



La Nación
Viernes 10 de abril de 1998, Editorial I
La Corte y una reforma necesaria

Mencionar a la Corte Suprema de Justicia de la Nación es aludir, incuestionablemente, a la cabeza del Poder Judicial en el sistema constitucional argentino.


A nadie se le oculta ya la grave crisis en que se encuentra sumido este poder del Estado; tampoco es un secreto que no se vislumbra la solución de un problema que ha calado demasiado hondo, en un contexto en el que se hace cada vez más difícil distinguir justos de pecadores.

Pero, con todo, algo puede y debe hacerse. Si coincidimos en que un poder del Estado tiene necesariamente funciones políticas -de lo contrario, no sería poder-, rápidamente concluiremos en que la Corte, además de administrar justicia, cuando dicta sentencia interpretando la Constitución Nacional y cuando dirime las llamadas "cuestiones institucionales", de las que tanto se abusa, está haciendo política en el mejor sentido de la palabra.

Pero hay otra forma de hacer política con mayúsculas y es la que surge cuando se eligen las causas que la Corte va a considerar, aquellas en las cuales va a conocer, por usar el idioma judicial. Si la Corte seleccionase menos de 250 causas anuales, como lo hace su par de los Estados Unidos, al descartar miles de recursos estaría haciendo política descendente de la mejor. Estaría diciendo: estos son los temas que más importan a los ciudadanos de un país, considerados en su relación con el pacto supremo que los vincula con un estado determinado. Estaría señalando lo que es conforme a la Constitución Nacional y estaría marcando límites a los otros poderes, a los grupos de poder, a las instituciones y a los propios ciudadanos.

Lamentablemente, como lo señaló el Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia (Fores) en un estudio de hace ya algunos años, la calidad de las sentencias de grado inferior ha ido decayendo hasta un punto tal que hoy se admiten muchísimos más recursos extraordinarios -por las causales de la ley 48 o por recursos basados en la doctrina de la arbitrariedad- de los que puede atender el máximo tribunal. Es que con frecuencia la inequidad se reconoce como manifiesta y no se resiste la tentación de abrir el recurso. Conclusión: la Corte Suprema se atosiga de causas y no se puede dedicar bien a su misión primera: decir qué es lo que se adecua a la Constitución Nacional y qué es extraño a ella.

Se ha convertido en un tribunal de tercera instancia, que no es la función para la cual fue creada. Y de ese modo, aunque movida por razones loables, y estimables, ha desnaturalizado su misión y ha perdido majestad, dignidad; en definitiva, poder. El poder que debe tener _valga la repetición_ todo poder del Estado.

Por eso, una decisión que la Corte debería tomar, con el fin de iniciar un proceso de más largo alcance, es adoptar un procedimiento similar al de la Suprema Corte de los Estados Unidos _país que es fuente de nuestro sistema constitucional_ y establecer el máximo de causas que se sentenciarán por año, seleccionando las mismas con extremo rigor. Así se fallarían sólo aquellos casos de verdadera trascendencia nacional y se transmitirían la misión y la responsabilidad real de hacer justicia definitiva a las cámaras de apelaciones, y, en su caso, a los jueces de grado inferior.

El doctor Antonio Boggiano, desde la época en que era presidente de la Corte, en 1993, ha propuesto reiteradamente que la Corte Suprema adopte el procedimiento de dictar sentencias que sigue la Corte Suprema de los Estados Unidos. Considera que tal procedimiento mejoraría mucho la publicidad y transparencia de los actos de administración de justicia; esto es, el dictado de sus fallos. Y permitiría, también, que la Corte se concentrase, necesariamente, en la decisión de las causas de trascendencia, distrayendo menos tiempo en la consideración de causas sobre puntos no federales, que suelen circular y recircular indefinidamente en su órbita para terminar muchas veces con un escueto fallo basado en el art. 280 del Código Procesal. Ese procedimiento, que sería una novedad para la Corte argentina y sus jueces y funcionarios, tiene arraigada práctica en el país que la Argentina tomó como modelo para establecer su sistema constitucional.

Se trataría de una innovación valiente y sana, que mejoraría mucho la transparencia y publicidad de la administración de justicia, para beneficio de la República.

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La Nación
Sábado 28 de octubre de 2000, Editorial I
Impulsar la reforma judicial

El gobierno nacional no debe abandonar el objetivo de impulsar la reforma judicial, que hace varios meses anunció el Ministerio de Justicia.

A mediados de año, Ricardo Gil Lavedra, en ese momento titular de la cartera mencionada, hizo pública la intención de introducir importantes reformas en el sistema de administración de justicia, mediante la transformación del funcionamiento de los juzgados, sujetos todavía "en más de un aspecto" a procedimientos de trabajo técnicamente obsoletos. Dijo que se impulsaría la introducción de tecnología y de otras herramientas que redundarían en beneficio de los justiciables.

Las reformas proyectadas, si bien tímidas, fueron vistas como un primer paso para mejorar el desempeño de nuestros tribunales y de nuestros jueces. Con ese entendimiento, el entonces ministro de Justicia presentó su programa a la Corte Suprema, a la espera de que el alto tribunal acompañase el proceso.

Nadie duda acerca de la necesidad imperiosa de mejorar la administración de justicia y contar con una Justicia plenamente confiable. La eficiencia en el sistema judicial no es un problema de recursos; constituye, en rigor, un problema de administración. El reclamo en favor de un cambio se escucha, con la fuerza de un clamor, proviene no sólo de los particulares que recurren a los estrados judiciales para resolver sus conflictos, sino también de los empresarios y actores del mundo económico, como se puso de manifiesto hace un mes durante el coloquio organizado por el Instituto para el Desarrollo Empresarial en la Argentina (IDEA), en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires.

En ese foro, el presidente de la República se comprometió a respetar la independencia de la Justicia y a promover el programa integral de reforma judicial. La seguridad jurídica es un factor esencial para la competitividad de un país.

Los expositores muy concretamente reclamaron que se avanzara hacia una reforma que disminuyera el riesgo jurídico y que se asegurara la existencia de instituciones estables. Asimismo, que se establecieran reglas y leyes justas y se garantizaran la independencia y la confiabilidad del Poder Judicial.

Pidieron también que se trabajara para la mejorar la calificación del país, que ocupa el puesto 55 entre 70 naciones, analizadas en punto a eficiencia judicial. Y formularon otros reclamos: el dictado de una ley de emergencia judicial y la adopción de medidas concretas de efecto rápido, que se enumeraron; reforma de los horarios y el régimen laboral; que el propio Poder Judicial se involucre en la reforma, que la sienta propia y participe activamente en su promoción y elaboración; que la Corte limite su labor a las causas trascendentes, que el ministro Antonio Boggiano calcula en 146 sobre 6241 causas en trámite; y, finalmente, una convocatoria a mejorar el gerenciamiento y la administración. Se trata, en suma, de que la reforma judicial deje de ser anunciada y proclamada y pase a ser ejecutada.

La denuncia por presuntas coimas contra tres camaristas del fuero comercial "sobre lo cual informó extensamente La Nación en su edición de ayer" ha producido un fuerte impacto emocional en la opinión pública, que la ha recibido como uin signo más de la declinación del sistema judicial y de la necesidad de producir cambios en su estructura interna.

Cuando hac e algún tiempo surgieron señales de que se empezaba a caminar, por fin, hacia la instrumentación de la reclamada reforma judicial, la delicada crisis política que se desató en el país produjo el cambio de gabinete que arrastró la renuncia del ministro Gil Lavedra, sin que se clarificara suficientemente el motivo de ese relevo.

Designado como nuevo ministro de Justicia el doctor Jorge de la Rúa, un jurista de primer nivel, renace en la ciudadanía la esperanza de que lel postergado plan de reforma sea, por fin, impulsada. La decisión que se tome respecto de la continuidad ol el reemplazo de los funcionarios que más han trabajado en favor de ese plan constituirá seguramente una señal sobre el real interés del Gobierno por llevar adelante los cambios que la sociedad está reclamando.

Es imprescindible que las autoridades adviertan la importancia de introducir una profunda y sistemática transformación del sistema de justicia, que posibilite la adecuación de nuestros tribunales a las actuales necesidades y que dote al país de la confiabilidad institucional necesaria para la consolidación del orden republicano.


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La Nación
Viernes 18 de mayo de 2001, Editorial II
Celeridad y transparencia en la Corte

La Corte Suprema de Justicia ha adoptado un nuevo mecanismo interno para resolver con mucha mayor celeridad algunos de los más importantes expedientes que llegan a su consideración.

Anualmente, el alto tribunal resuelve un promedio de siete mil casos. Aparte de que no todos los asuntos revisten la misma trascendencia, la circulación de esos sumarios por los despachos de los nueve ministros, salvadas algunas excepciones, es lenta y suele insumir hasta dos o tres años.

A instancias de uno de los jueces del cuerpo, el doctor Antonio Boggiano, el máximo órgano de Justicia ha adoptado la saludable decisión de darle un trámite más rápido a aquellas cuestiones que el tribunal considera de trascendencia. En ese lote de asuntos queda comprendido un conjunto variable de doscientas causas cuya decisión es importante no sólo para dirimir litigios entre partes sino también para resolver conflictos altamente significativos para la vida en sociedad.

El parámetro elegido es el mismo que utiliza la Suprema Corte de los Estados Unidos, pero nuestro máximo tribunal lo ha adoptado sólo parcialmente. El presidente del cuerpo definirá en cada caso cuál es el próximo expediente trascendente que deberá resolver la Corte. En lugar de esperar que las actuaciones circulen por los despachos de los nueve jueces, se les enviará una copia a cada uno, en forma simultánea, a fin de que el día prefijado sepan cómo votarán y el asunto se resuelva sin más dilaciones. Al adoptar este nuevo sistema de trabajo, el alto tribunal ha dado un valioso paso en la dirección correcta.

Es de esperar que la iniciativa se complete en el futuro con otros recaudos, tendientes a dar mayor previsibilidad a la labor del cuerpo: por ejemplo, que el presidente de la Corte no sólo deba fijar anticipadamente la fecha en que se tratará un determinado asunto de trascendencia sino que -además- quede asentada la oportunidad en que se abordarán, a lo largo del año, todas las cuestiones que revisten ese mismo carácter.

Una modificación de esta naturaleza ayudará a aventar las críticas que suelen formularse cuando la labor del máximo tribunal coincide sugestivamente con los tiempos y con las necesidades del gobierno de turno. Con el nuevo método, el cuerpo podrá garantizar mejor que el ejercicio del poder político no se aparte de los carriles constitucionales ni lesione las libertades individuales y que su esfuerzo esté orientado siempre a la defensa del bien común.



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La Nación
Domingo 14 de Diciembre de 2003, Editorial II
Transparencia en la Corte Suprema

La intención del ministro de la Corte Suprema de Justicia, Enrique Petracchi, de hacer más transparente el funcionamiento del cuerpo cuya presidencia asumirá en pocos días más, es altamente encomiable y debería ser respaldada por todos sus colegas. Pero también es imprescindible que los diputados y senadores tomen plena conciencia de que deben acompañar este proceso con algunas demoradas reformas legislativas. Hay en el máximo cuerpo judicial varias iniciativas en ese sentido, que merecen ser atendidas.

Fueron Petracchi y Augusto Belluscio quienes, a fines de la década de los ochenta, propusieron que los abogados de una de las partes no pudieran entrevistarse con los jueces sino en presencia de los letrados de la parte contraria. Sin embargo, tal práctica, que parece esencial para la imparcialidad del juez, cayó en el olvido durante la última década.

Más recientemente, el doctor Petracchi impulsó una acordada para hacer pública la circulación de los expedientes por los distintos despachos de los magistrados. No se trata de conocer, en forma anticipada, el voto de cada uno de los ministros antes de que se dicte el fallo, pero sí de que pueda apreciarse cuáles expedientes están demorados en cada oficina.

Asimismo, merece ser rescatado el proyecto del ministro Antonio Boggiano, que reclama que la Corte establezca, con cierta anticipación, la agenda de los principales temas que debatirá en los acuerdos. Cabe señalar que también es práctica habitual de muchos tribunales constitucionales, como la Suprema Corte de los Estados Unidos, establecer el mecanismo de las audiencias públicas para que los jueces escuchen las argumentaciones de las partes litigantes antes de adoptar alguna decisión. Quizás aún estemos lejos de ese momento, pero ya se deberían dar algunos pasos en esa dirección, por lo menos para los casos más trascendentes. La transparencia parece una condición consustancial con el funcionamiento de los tribunales de justicia, y mucho más todavía lo es cuando se trata del máximo tribunal de la República.

Por otra parte, desde hace casi cuarenta años viene aumentando en forma incesante el número de causas que llegan a estudio de la Corte, principalmente por la vía de la arbitrariedad de sentencias, cuestiones que no son propias de la competencia del tribunal supremo. Para solucionar este aspecto, hay quienes fundadamente proponen acotar esta vía estableciendo un tribunal intermedio. Otros, en tanto, también con sólidos argumentos, consideran que la verdadera solución reside en que la Corte continúe entendiendo en las arbitrariedades, pero simultáneamente atacando sus causas, ocupándose de mejorar el sistema judicial, sancionando a los tribunales y estableciendo correcciones, camino más arduo pero que tendrá mejores frutos.

Cualquiera que fuere la solución por la que se opte, el menor volumen de trabajo permitirá mejorar el control sobre la labor de los jueces de la Corte y la ciudadanía podrá exigir que se eleven los estándares de calidad, hoy resentidos por el peso de las cuantiosas tareas que el tribunal enfrenta.

Lamentablemente, la opacidad de la Corte, sus meandros procesales, la sobrecarga de trabajo, la fundada sospecha de que se instaló un camino habilitado para muy pocos profesionales y litigantes y el difícil acceso de las partes a los magistrados han transformado el funcionamiento del cuerpo en una verdadera carrera de obstáculos. La suma de todos esos factores socava la confianza pública en la justicia de las soluciones a las que arriba la Corte.

Hay, en ese sentido, mucho camino para recorrer. Por eso, la decisión del doctor Petracchi de poner como eje de su primer tramo de gestión mayores dosis de transparencia debe ser fuertemente apoyada. Es imprescindible que la ciudadanía vuelva a creer en la justicia y eficacia de la actuación del supremo tribunal, al que le cabe decir la última palabra a la hora de establecer el equilibrio de los poderes.



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La Nación
Domingo 15 de Mayo de 2005, Editorial I
El terrorismo: la moral del no ser

Hacia 1998, el cardenal Joseph Ratzinger -actual papa Benedicto XVI- dio una conferencia en la Universidad de Cambridge sobre los supuestos fundamentos morales del terrorismo. Es importante revisar algunos de los conceptos expuestos por el Sumo Pontífice en aquella conferencia iluminadora y casi profética, pronunciada cuando aún no se había producido el brutal atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, que reinstaló el tema del terrorismo en la agenda internacional.

Según el cardenal Ratzinger, el terrorismo, cualquiera que fuere su signo, suele aparecer ligado a una moralidad desviada, que cuando intenta justificarse a sí misma "se convierte en una cruel parodia de los caminos y los métodos de la auténtica moral". Para los terroristas -afirmó el prestigioso teólogo-, la moral no reside en el ser, sino en una supuesta realidad del futuro; es decir, la moral reside en "lo que no es". Para quienes utilizan el crimen como medio para mejorar la historia, "moral" es lo que crea futuro, incluido el asesinato. En su marcha hacia una presunta "humanización" total, el terrorista considera que todos los medios son legítimos, aun los más perversos e inhumanos.

Las expresiones de Ratzinger son coincidentes, en lo esencial, con las que utilizó en innumerables oportunidades Juan Pablo II para referirse al terrorismo. Dijo en su momento el papa Wojtyla: "El terrorista piensa que la verdad en la que cree es absoluta y supone que eso le otorga legitimidad para destruir cualquier cosa, incluso vidas inocentes". Y agregó: "El terrorismo nace de la convicción de que un hombre puede imponer a los otros su propia visión de la verdad. Pero la verdad, aun cuando supuestamente se haya alcanzado -y eso ocurre siempre de manera limitada y perfectible- jamás puede ser impuesta a otros mediante el crimen, pues eso significa violar la dignidad del ser humano y, en definitiva, ultrajar a Dios, de quien el hombre es imagen".

Estos conceptos cobran actualidad frente a la decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que acaba de decidir el caso Lariz Iriondo, pronunciándose sorpresivamente en contra de conceder la extradición a España de un conocido terrorista que milita en la organización vasca denominada ETA. Con la única y bien fundada disidencia del doctor Antonio Boggiano, para quien el terrorismo es un crimen de lesa humanidad, la Corte considera que sólo son imprescriptibles aquellos delitos de lesa humanidad que hubieran sido cometidos con anterioridad a la ratificación de las convenciones respectivas.

El referido fallo de nuestra Corte transforma ahora a la República Argentina en una suerte de refugio para los terroristas internacionales, lo cual resulta lamentable.

La lista de los llamados crímenes contra la humanidad no es fija ni estática. De acuerdo con el artículo 7°, inciso k) del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, de la que nuestro país es parte, los crímenes contra la humanidad incluyen los actos inhumanos que -como parte de un ataque generalizado o sistemático- causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física de las personas. Esto es, por cierto, lo que busca y hace siempre el terrorismo.

Posibilitar la impunidad de los terroristas -como acaba de hacerlo la Corte Suprema de Justicia- no sólo ofende a las víctimas directas o indirectas de sus atrocidades, sino que descoloca gravemente a la Argentina en la comunidad internacional.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Barrios Altos, acertadamente consideró inadmisible que disposiciones de derecho interno, como la prescripción, puedan ser utilizadas para impedir la investigación y sanción de los responsables de crímenes que, como el terrorismo, ofenden a la conciencia de la humanidad, porque constituyen siempre violaciones inaceptables de los derechos humanos de las personas.

Lo que nuestro tribunal acaba de decidir, con otras palabras, es, en esencia, que el terrorismo de ETA no es una conducta inhumana que -como parte de una acción concertada y sistemática- cause intencionalmente sufrimientos o atente contra la integridad física o la salud mental o física de las personas. Lo que es gravísimo y, para muchos, al menos en España, puede comprensiblemente resultar imperdonable.

En momentos en que la Argentina parece acercarse a la declaración de invalidez de las normas que amnistiaron, indultaron o perdonaron crímenes de lesa humanidad, nuestro máximo tribunal estaría sugiriendo que puede existir una diferencia de grado entre el llamado terrorismo de Estado y el terrorismo, atribuyendo al primero el carácter de delito de lesa humanidad y excluyendo al segundo de ese contenido.

Las reflexiones de Benedicto XVI sobre el terrorismo también resultan particularmente útiles en momentos en que diversos sectores pretenden reivindicar absurdamente a los terroristas que perpetraron crímenes atroces en la Argentina de los años 70. No hace mucho, Hebe de Bonafini propuso que en el proyectado Museo de la Memoria se exhibieran las armas con que los jóvenes de la década del 70 "quisieron hacer la revolución". Entretanto, se procura impulsar un proyecto para que ese período de violencia fratricida, que ensangrentó a nuestro país, sea evocado en los colegios argentinos de acuerdo con los lineamientos trazados en los libros de Miguel Bonasso, conocido dirigente montonero y actualmente legislador nacional.

Quienes no vacilaron en asesinar a miles de argentinos, ya sea de uno u otro bando, para servir al supuesto proyecto de una "sociedad mejor" no pueden hoy ser reivindicados como héroes. Ellos se sintieron dueños de la verdad absoluta y destruyeron vidas inocentes en nombre de un futuro que sólo existía en sus mentes perturbadas. Practicaron, como dijo el cardenal Ratzinger, la moral del "no ser".


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La Nación
Martes 24 de Mayo de 2005
Editorial. La vía hacia la impunidad terrorista

El fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación denegando la extradición del terrorista etarra Lariz Iriondo posee una enorme gravedad institucional, no sólo por el desprestigio que genera al país, transformándolo en una suerte de refugio para terroristas internacionales, sino también por las proyecciones que sus considerandos tendrán en el juzgamiento de los crímenes cometidos por las organizaciones terroristas argentinas.

Sólo una mirada ingenua puede soslayar la trama ideológica que viene desarrollándose a partir del recambio de los miembros del alto tribunal y que podría tener como consecuencia el agravamiento de los odios y la consagración de una justicia parcial y hemipléjica, afín a la ideología del poder de turno.

La cuestión de fondo que ha estado en debate es si los hechos terroristas imputados a Lariz Iriondo -intento de asesinato de varios funcionarios de policía mediante el uso de explosivos, con colocación de bombas en cinco sucursales bancarias y una tentativa de secuestro- constituyen crímenes de lesa humanidad, en cuyo caso resultarían imprescriptibles, dando lugar a la extradición solicitada por España.

La mayoría de la Corte ha sostenido que a diferencia de lo que ocurre con el denominado terrorismo de Estado, cuyos actos eran considerados crímenes de lesa humanidad en el derecho de gentes desde mucho antes de su tipificación internacional en tratados internacionales, no puede decirse lo mismo de los delitos de terrorismo, sobre los cuales, a su entender, no ha mediado consenso entre los estados para encuadrarlos en tal categoría tornándolos imprescriptibles.

La afirmación es sorprendente por cuanto tanto el procurador general de la Nación, Esteban Righi, como el ministro de la Corte Antonio Boggiano, dieron cuenta al expedirse en sentido contrario de numerosos antecedentes internacionales que contradicen lo afirmado. Entre otros, se citó la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de lesa humanidad, que, teniendo jerarquía constitucional, incluye también en tal categoría a "otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil antes o durante la guerra", según la definición dada en el estatuto del Tribunal Militar de Nuremberg de agosto de 1945 y confirmada por las resoluciones de la asamblea general de Naciones Unidas de febrero de 1945 y 1946, definición que -señala Boggiano- pese a su amplitud, resulta sumamente precisa a los fines de incluir dentro de ella a un delito abarcado por el derecho de gentes, como el terrorismo.

La asamblea general de las Naciones Unidas (resolución 51/210- A/RES/51/210 del 16 de enero de 1996) ha expresado que en dicha categoría deben ser comprendidos "los actos criminales con fines políticos concebidos o planeados para provocar un estado de terror en la población en general, en un grupo de personas o en personas determinadas" destacando que tales actos "son injustificables en todas las circunstancias, cualesquiera que sean las consideraciones políticas, filosóficas, ideológicas, raciales, étnicas, religiosas o de cualquier otra índole que se hagan valer para justificarlos".

La definición es coherente con la prédica que viene desarrollando desde hace décadas y de la cual es otra prueba palpable la resolución 304, sobre medidas para prevenir el terrorismo internacional, adoptada en la sesión plenaria de 1972.

¿Cuál es la razón que ha primado para que la mayoría de los miembros de la Corte ignoraran estos precedentes que desmienten su tesis?

Quizá la respuesta pueda hallarse en la sentencia que se apresta a dictar en la causa "Simón", juzgando si las leyes de obediencia debida y punto final son constitucionales o no lo son.

El doctor Esteban Righi -como ministro del Interior del gobierno de Héctor Cámpora, propició y refrendó los decretos que liberaron a los terroristas antes de que fueran amnistiados en mayo de 1973- se ha expedido en esta última causa por la invalidez de aquellas leyes, debido a que al momento de ser dictadas se encontraban en vigencia normas de jerarquía superior -artículos 29, 108 y 116 de la Constitución de la Nación Argentina y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ratificada por la Argentina en 1984- que vedaban al Congreso la posibilidad de sancionar leyes cuyo efecto fuera impedir la persecución penal de graves violaciones a los derechos humanos.

Si la Corte Suprema compartiendo este pensamiento las declarara inconstitucionales, cualquiera de los deudos de las víctimas caídas como consecuencia de la acción del ERP o Montoneros podría reclamar con igual argumento la inconstitucionalidad de la ley de amnistía de 1973 o de los indultos y otras disposiciones exculpatorias, invocando los precedentes internacionales que anteriormente hemos relacionado.

Ello llevaría al forzoso juzgamiento de los crímenes del terrorismo que quedaron impunes, a menos que, excluyéndolos de la categoría de "crímenes de lesa humanidad", se los considere prescriptibles sustentándose en el precedente "Lariz Iriondo".

No es casual, entonces, que la Corte se haya apresurado a señalar que el terrorismo de ETA no es una conducta inhumana susceptible de encuadrarse en dicha categoría.

Queda así al desnudo la trama que viene desarrollándose, a la que no está ajena el reciente e improcedente reclamo del presidente de la Nación a los miembros de la Corte para que pongan fin a la impunidad, expidiéndose respecto de la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las leyes en cuestión.

En un reciente editorial hemos recordado las exhortaciones de Juan Pablo II y Benedicto XVI a condenar los fundamentos morales del terrorismo, para el cual la moral no reside en el ser, sino en lo que posibilita construir la sociedad futura. El terrorista piensa que la verdad en la que cree es absoluta y supone que ello le otorga legitimidad para utilizar los medios más perversos e inhumanos en pos de imponerla.

Sólo consintiendo los fundamentos morales del terrorismo podría afirmarse que quienes asesinaron a sangre fría al capitán Humberto Viola y a su hija de tres años; a Oberdán Salustro, Arturo Mor Roig, José Ignacio Rucci, Juan Carlos Sánchez, Hermes Quijada, Paula Lambruschini, Alberto Cáceres Monié y su esposa Beatriz Sasián; Pedro Eugenio Aramburu y Argentino del Valle Larrabure, entre tantos otros, no cometieron crímenes de lesa humanidad.

¿Qué piensan los miembros de la Corte que fue la ejecución por la espalda del ex juez de la Cámara Penal de la Nación, doctor Jorge V. Quiroga?

¿Cómo calificarían al despiadado asesinato de Nilda Casaux de Gay delante de sus hijos, que instantes antes habían visto morir a su padre defendiendo el Regimiento de Caballería Blindada de Azul?

¿Se ha borrado de la memoria colectiva la cínica crueldad con que Ana María González ganó la amistad de la hija del general Cardozo, en pos de colocar debajo de su cama la bomba que lo despedazó?

Sostener que existe una diferencia de grado entre los crímenes cometidos por el llamado terrorismo de Estado y los ejecutados por las organizaciones terroristas, implica participar ideológicamente del sofisma reiteradamente difundido en nuestro país con el fin de atenuar las responsabilidades de los guerrilleros.

La falsedad de su premisa es evidente: un crimen es un crimen, venga de donde provenga. Que sus autores carecieran de apoyo estatal al momento de ejecutarlo no diferencia las cosas, ni habilita a calificarlo de otra manera. Toda vida es sagrada e inviolable, más allá de si el que apretó el gatillo para eliminarla fue un etarra, un montonero, un erpiano o un militar.

Ante tanta sangre derramada debe primar el respeto por todo el dolor y por todos los muertos y, fundamentalmente, la responsabilidad para no confundir nuevamente a los jóvenes con fallos tolerantes de lógicas violentas.

Si el camino elegido es juzgar y no seguir senderos de reconciliación, juzguemos a todos los culpables, sin recurrir a argumentos insostenibles que agravian la equidad, la Justicia y la verdad histórica, y menosprecian la elevada misión del Poder Judicial.

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La Nación
Domingo 11 de febrero de 2007, Editorial I
Terrorismo, delito de lesa humanidad

De las convenciones de Ginebra de 1949, los crímenes terroristas contra civiles inocentes son delito de lesa humanidad para el derecho humanitario internacional. Y, aunque son parte del derecho interno argentino desde 1956, hay jueces que lo ignoran.

Las consecuencias prácticas de esta situación han llevado a una iniquidad palmaria. Mientras, por un lado, prosiguen los juicios contra miembros de las Fuerzas Armadas y organismos de seguridad por actos de terrorismo de Estado, por el otro han quedado eximidos de sus responsabilidades los autores de crímenes, no menos aberrantes, cometidos durante la acción de bandas subversivas en la década del setenta. Por si fuera poco, a estos últimos los han beneficiado leyes de amnistía cuyos alcances se niegan a los primeros a pesar de la voluntad manifestada en su momento por el Congreso de la Nación.

En otras palabras, esta situación fractura el principio de igualdad ante la ley, constituyendo una nueva manifestación de la inseguridad jurídica que se imputa a la situación argentina en el mundo y en uso de la bandera de los derechos humanos con fines políticos proselitistas.

En este espacio editorial se ha abogado reiteradamente por la necesidad de cerrar las heridas de un largo y penoso período de la historia reciente del país. De modo que no será aquí el lugar en que se inste a su apertura en desmedro de ningún sector en particular ni de ningún individuo involucrado en los hechos de horrenda violencia de hace treinta años, con excepción del capítulo que el Congreso de la Nación dejó expresamente abierto en sus decisiones de los años ochenta: el secuestro y la desaparición de menores.

Sí es indispensable reafirmar, con la vista puesta hacia adelante, que el Estado argentino no debe volver a equivocarse como lo hizo la Corte Suprema de Justicia en el caso "Lariz Iriondo", al denegar la extradición solicitada por España de un militante etarra. Ha sido ése un error de gravedad histórica pues no sólo los Estados sino también los particulares pueden cometer delitos de lesa humanidad. Los delitos son de lesa humanidad según la índole del hecho o la naturaleza de las víctimas, no según intervenga o no un Estado. Por ello, quienes son responsables de haber asesinado, o lesionado, a civiles inocentes con motivo de conflictos armados internos deben responder, como todos, por sus conductas.

Los movimientos guerrilleros y las milicias armadas que participaron en distintos conflictos internos no vacilaron, en su momento, en apuntar sin contemplaciones contra los civiles inocentes, como estrategia para sembrar el terror y la pavura, lo que está, y ha estado, desde 1949 absolutamente prohibido por el derecho humanitario internacional, sin excepción alguna. En esa prohibición total, que jamás reconoció paliativos, aparece siempre en juego la noción misma de humanidad.

Esta fue la posición que sostuvo en el fallo "Lariz Iriondo", en una notable disidencia, el ex juez de la Suprema Corte Antonio Boggiano, quien, quizá por haber tenido el coraje moral de exteriorizarla, terminó siendo removido de nuestro más alto órgano de justicia.

La doctrina internacional mayoritaria va por camino diferente. Charles Taylor, ex presidente liberiano, está detenido desde hace un año en La Haya. Lo juzgará un tribunal especial a raíz de haber armado a bandas guerrilleras que cometieron crímenes contra civiles inocentes en Sierra Leona. En esa misma línea, la Corte Penal Internacional avanza en el enjuiciamiento de algunos guerrilleros congoleños, como Thomas Lubanga Dylo, que también violentaron los derechos humanos de civiles inocentes en su país.

Africa parece decidida a eliminar ese injusto rincón de impunidad en lugar de envolver, a quienes depredaron y mataron a seres humanos en actos de terrorismo, con presuntas aureolas de heroísmo o de justificación como las que se han edificado, sacando provecho de circunstanciales oleajes políticos, aquí y en algunas otras partes del mundo.

Recientemente, en el caso AMIA, el juez Canicoba Corral consideró el atentado cometido contra esa organización vertebral de la comunidad judía un delito de lesa humanidad y, por lo tanto, imprescriptible. Debe reconocerse que esa decisión ha significado un progreso sobre el estrecho criterio anterior, si bien el pronunciamiento deja algunas dudas sobre dicha interpretación por haber mencionado al Estado iraní. Esto es, si sólo son de lesa humanidad los delitos perpetrados por Estados o si lo son también los que cometen terroristas en bandas o grupos organizados. Con el criterio estricto de la Corte, el atentado del 11 de Septiembre en Nueva York o el de Atocha no serían delitos de lesa humanidad, cuando salta a la vista que sí lo fueron.

Desde estas columnas nos preguntamos si lo que se ha querido al limitar los delitos de lesa humanidad, y por ende la imprescriptibilidad de éstos, a los cometidos con la intervención de aparatos estatales ha sido preparar un escudo protector para las organizaciones subversivas, como Montoneros, ERP, FAR y otras tantas. La Triple A, en cambio, caería en la imprescriptibilidad y sus integrantes podrían ser perseguidos, pues su aparato se montó desde el Estado o con su clara participación. Pero los secuestradores del general Pedro Eugenio Aramburu, que remedando un juicio lo asesinaron alevosamente, o los autores de tantísimos crímenes contra civiles, protagonizados por la guerrilla, ésos serán prescriptibles y, en consecuencia, presuntamente impunes atento el tiempo transcurrido.

Ha sido una contribución notable del liberalismo, desde el siglo XVIII, al derecho penal el establecimiento de principios como el de la constitución de magistrados con anterioridad a la comisión del delito por el cual pueda un hombre ser encausado, el beneficio de la duda en su favor y el de que debe prevalecer la norma que le resulte más benigna, como también que nadie podrá ser juzgado dos veces por un mismo crimen. Aun ante delitos de lesa humanidad es inadmisible actuar ligeramente, sin asegurar, quienquiera que sea el imputado, la posibilidad de una defensa integral y apropiada, o en condiciones generales de iniquidad flagrante en el tratamiento de la conducta de quienes se habían entregado por igual a una violencia despiadada y generalizada.

De lo contrario, se produciría la paradoja de convertir esa categoría de delitos de indudable progreso humanitario en mero instrumento de persecución ideológica, de arbitraria discriminación y hasta de aborrecible revancha.

Las manifestaciones de estos días del doctor Luis Moreno Ocampo, actual juez de la Corte Penal Internacional y ex fiscal adjunto del juicio a los miembros de las juntas militares gobernantes, constituyen una excelente contribución a este debate. El nombre de Moreno Ocampo inevitablemente trae a la memoria aquel enjuiciamiento, casi sin precedente en el mundo, realizado por impulso del gobierno del doctor Raúl Alfonsín. Lo hizo poco después de asumir y en medio del silencio de muchos de entre quienes, aplicados hoy con fruición a hacer fuego del árbol caído, no fueron capaces, en la delicada y por momentos incierta transición de la dictadura a la democracia, de arriesgar una sola opinión contraria a la autoamnistía con la que había pretendido cubrirse la conducción de las Fuerzas Armadas hasta la entrega del poder, en diciembre de 1983.

Para que los Estados puedan luchar contra el flagelo del terrorismo es necesario evitar interpretaciones que exculpen a quienes tan flagrantemente violaron los derechos humanos.


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La Nación
Miércoles 29 de setiembre de 2004
La Corte y el juicio al Dr. Boggiano

Para lograr la plena consolidación del sistema republicano que está en la base de nuestra organización institucional no basta con la plena vigencia formal de las normas constitucionales. Hace falta contar, además, con un espíritu de armoniosa convivencia entre los poderes del Estado, que les garantice a quienes ocupan los órganos de gobierno un mínimo clima de estabilidad, así como el correspondiente respeto del conjunto social.

La atribución que la Constitución otorga al Congreso para promover juicio político a los miembros del máximo tribunal -y, eventualmente, su destitución- debe ser usada como un recurso extremo, reservado a casos excepcionales. Es necesario evitar que se instale en la opinión ciudadana la impresión -fundada o no- de que ese recurso está siendo utilizado, en determinado momento, con finalidades puramente políticas.

En los dos últimos años se promovieron juicios sucesivos en el Congreso contra varios miembros de la Corte Suprema de Justicia a los que se acusó de haber formado parte de un núcleo de jueces "automáticamente" adictos a la gestión del presidente Carlos Menem. Cuatro integrantes del tribunal dejaron sus funciones -por renuncia o destitución- como resultado de ese proceso. Logrado el alejamiento de esos magistrados, se tuvo la impresión de que el embate destinado a producir relevos en el máximo tribunal había llegado a su fin y que de ahora en más la Corte Suprema volvería a funcionar en una atmósfera de garantizada estabilidad.

Recientemente, sin embargo, se anunció en la Cámara de Diputados la intención de reanudar los juicios políticos a miembros de la Corte. El próximo acusado sería el doctor Antonio Boggiano. Se trata de una noticia que preocupa en grado sumo, en la medida en que marca un indeseado retroceso institucional. En efecto, de concretarse esa intención se volvería a generar en el país un clima de inseguridad contrario al espíritu de certidumbre y confiabilidad que debe imperar en el ámbito jurídico. El juicio a Boggiano encerraría, además, un peligro: haría cobrar cuerpo a la sospecha de que también ahora se aspira a diseñar una Corte Suprema grata a los designios del poder político.

Boggiano, jurista de reconocida autoridad académica -uno de los rasgos que lo diferencian de otros jueces que integraron el tribunal en la era de Menem-, ha cumplido una trayectoria que puede ser discutida o no, como podría serlo la de otros ministros actuales de la Corte. Pero eso no debe llevar a la utilización de un recurso extremo como es el juicio político.

El buen criterio aconseja considerar seriamente la anunciada posibilidad de reducir el número de integrantes de la Corte -a siete miembros en total, por ejemplo- mediante el recurso de "congelar" las vacantes que, por razones naturales, se vayan produciendo en el alto cuerpo, además de no cubrir la vacante que dejara con su renuncia el doctor Adolfo Vázquez. Esa reducción estaría en consonancia con el proyecto -sin duda acertado- de promover la sanción de una ley que reduzca la cantidad de causas en las que interviene el alto tribunal y que tienda a reservar para la Corte la misión de intervenir, fundamentalmente, en los conflictos que afecten la vigencia de la Constitución Nacional.



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La Nación
Martes 5 de julio de 2005
Boggiano: ¿juicio o circo político?

La premura con la que el Senado de la Nación suspendió al juez de la Corte Suprema Antonio Boggiano puso de manifiesto la arbitrariedad e irreflexión con que en algunas ocasiones se desenvuelve aquel cuerpo legislativo, que parece priorizar cuestiones personales y necesidades políticas sobre la justicia y la prudencia que deberían inspirar el enjuiciamiento a un magistrado del máximo tribunal del país.

Una mayoría de senadores parece avanzar inexorablemente hacia la destitución del juez sin atender los muy serios argumentos expuestos por éste en su defensa ante la Cámara alta, los que fueron exhaustivamente desarrollados en el voluminoso y detallado escrito de 300 páginas que puso a consideración del cuerpo.

Dicho proceder debería ser revisado; en primer lugar, resultó chocante que durante la sesión, a juzgar por lo expresado por testigos presenciales, los senadores no dieran muestras de haber prestado siquiera un mínimo de atención a las argumentaciones formuladas por el doctor Boggiano y por sus dos abogados defensores.

Durante su descargo, y sin perjuicio de que los jueces no deben ser juzgados por el contenido de sus sentencias, el ministro Boggiano explicó que su voto en la causa Meller, del cual se lo acusa, no puede ser confundido con el que en ese mismo expediente había firmado el doctor Eduardo Moliné O´Connor, destituido del alto tribunal por mal desempeño en diciembre de 2003.

Cuando le tocó expedirse sobre el laudo de un tribunal arbitral que había condenado al Estado a pagar una fuerte indemnización a la citada empresa, el doctor Moliné O´Connor confirmó la corrección de esa decisión, a la que consideró bien fundada. En cambio, el doctor Boggiano no abrió juicio sobre el laudo en sí y, aplicando un tradicional criterio de la Corte, resolvió que éste era inapelable y que el caso no constituía uno de los supuestos que justificaban la intervención de la Corte.

Pretender que el mantenimiento de la validez de ese laudo, que obliga al Estado a pagar una millonaria indemnización, y esgrimir en contra del juez que con su decisión perjudicó las arcas públicas equivale a suponer que los jueces deben adecuar sus fallos a los requerimientos de las finanzas estatales, sin atender a la justicia intrínseca de la sentencia que les toca dictar.

En su escrito de defensa, Boggiano se explayó minuciosamente refutando las acusaciones que se le formulan. Haya el juez acertado o no en tal tarea, lo cierto es que lo delicado de la situación que atraviesa el magistrado, como también la gravedad institucional que reviste todo proceso contra un juez integrante del máximo tribunal de la República, hubiera merecido que los senadores le dedicasen al estudio de la defensa del magistrado la atención que merecía la gravedad del asunto por resolver.

Muy por el contrario, nada de esto ocurrió, y al momento de la votación estuvieron presentes tan sólo 49 de los 72 senadores del cuerpo, a pesar de la trascendencia institucional del tema. Mucho más preocupante fue el resultado de la votación: tan sólo 38 legisladores se pronunciaron por la suspensión del doctor Boggiano. Tal como avanza el proceso de enjuiciamiento, los tiempos que demandará su tramitación indican que el juicio político estará en condiciones de ser concluido y decidido en septiembre u octubre de este año. Así lo afirmó también el senador Miguel Pichetto, presidente del bloque de senadores justicialistas.

Sin perjuicio de que puede haber casos extraordinarios en que se justifique tomar esta medida extrema, debería tenerse en cuenta que en éste en particular -por la jerarquía del magistrado- la suspensión es un castigo, una forma de pena anticipada que debería estar muy detalladamente y concretamente fundada. De lo contrario se tiende a pensar que la suspensión y el agravio moral que implica responden a algún tipo de venganza política o a la pretensión de forzar la renuncia anticipada del magistrado.

La embestida que lleva adelante el Gobierno contra la Corte ya dura más de dos años y la inestabilidad de su composición se prolonga más allá de lo que parece razonable.

Tanto la posible remoción del juez Boggiano como la renuncia del doctor Augusto Belluscio dejan ahora abierta la posibilidad de que el presidente Néstor Kirchner efectúe dos nuevos nombramientos, y eventualmente algún otro, que se sumarán a los cuatro que ya realizó desde que llegó al Gobierno.

Los senadores, con su conducta irreflexiva y arbitraria, en lugar de actuar como un tribunal, parecen interesados en hacer prevalecer una mayoría automática, tan cuestionable como aquella que ellos objetaron.

Si el Senado, por el simple peso numérico de su mayoría, sin fundamentos jurídicos serios, remueve de la Corte a un juez cuya alegada corrupción no fue debidamente probada, quedará la triste impresión de que los legisladores obran en virtud de una decisión política tomada de antemano, cuya ejecución responde a designios políticos ajenos por completo a las exigencias de hacer justicia. Pero además, se habrá una vez más desvirtuado el procedimiento de remoción de los magistrados, quitándole todo sentido al "juicio político" y convirtiendo el mecanismo en un espectáculo circense indigno de uno de los poderes del Estado.



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La Nación
Miércoles 26 de abril de 2006
Justicia y obediencia debida

Si la sociedad argentina no reacciona a tiempo, nos lamentaremos cuando todos los jueces sean funcionarios con obediencia debida al Poder Ejecutivo.

Aunque el afán de manejar a la Justicia desde el poder político no es nuevo ni exclusivo del actual gobierno nacional, hoy debemos observar con mayúscula preocupación las crecientes presiones a las que están sometidos los magistrados, luego de hechos concretos como la controvertida destitución del juez de la Corte Suprema de Justicia Antonio Boggiano, la pésima reforma del Consejo de la Magistratura y la injustificable demora por parte del Poder Ejecutivo para proponer a quienes deben cubrir los dos cargos vacantes en el máximo tribunal.

El juez Boggiano fue destituido sólo porque en el caso Meller aplicó la doctrina que establecía que los laudos de los tribunales arbitrales no son apelables ante la Justicia, sin pronunciarse, como lo hicieron otros jueces, sobre si éste era o no acreedor del Estado. De allí que se concluya que fue removido por aplicar la ley. Si hipotéticamente la hubiera violado en beneficio del Estado, seguramente no habría sido destituido.

El precedente produce un gravísimo escándalo nacional e internacional. Boggiano es una figura de prestigio académico reconocido en todo el mundo por sus aportes al derecho y, especialmente, por su contribución a la jurisprudencia de la Corte.

No se trata aquí sólo de la personalidad del juez Boggiano y del agravio individual; en este caso están en juego el destino y la garantía de independencia de todos los jueces del país, quienes tienen a cargo la tutela de los derechos y garantías de todos los habitantes de la Nación.

No es éste un mero asunto de gobierno. Es una cuestión que interesa y afecta al país en su conjunto. Esto es lo que debe comprender la ciudadanía. Si los jueces pueden ser removidos por el poder político por el contenido de sus sentencias, aunque éstas se ajusten a derecho, se ha terminado con la garantía de la ley. Es necesario advertir el riesgo concreto que conlleva violar la garantía de la inamovilidad de los jueces mientras dure su buena conducta. Y ello se agrava aún más con la reciente reforma del Consejo de la Magistratura, que deja en manos del poder político la remoción de los jueces.

Es imperioso que se comprenda que este asunto no es sólo del interés de un magistrado, sino de todos los habitantes del suelo argentino que necesitan gozar de la tutela imparcial para sus derechos. Y para que esta protección sea factible el juez debe poder decidir con independencia de los otros poderes. De lo contrario, el juez no tiene razón de ser y no puede tutelar a nadie.

Hoy algunos jueces parecen temer dictar sentencias contra el Estado, aunque así corresponda, para evitar represalias desde el Gobierno. Y si la doctrina del caso Boggiano se afirma, saben que no durarán en sus cargos. Así, la estabilidad de los jueces es menos firme que la de otros funcionarios públicos de los otros poderes, a la inversa de lo querido por la Constitución.

El Gobierno dejó traslucir un mensaje amedrentador: ante el primer pedido de renuncia, un juez tendrá que renunciar, porque si así no lo hiciera deberá enfrentar un juicio político con destitución cierta, por cualquier causa o pretexto, y el peso de la mayoría política lo aplastará cualquiera sea su defensa. Pero además ahora sabe de antemano que perderá su jubilación y será inhabilitado para ejercer cargos públicos. Quedará virtualmente condenado al exilio. Perdida la independencia, la garantía de la división de poderes habrá desaparecido.

El Gobierno debe construir el país, asumir el riesgo del disenso y aceptar el contralor de constitucionalidad de su obrar por los jueces. La República no debe perder la garantía de la inamovilidad que la Constitución Nacional les asegura a los magistrados independientes, ni convertir el procedimiento de remoción de los jueces en una farsa formal, que sólo responde a la decisión política de la mayoría circunstancial.

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La Nación
Martes 22 de Agosto de 2006
La destitución de Boggiano

La Corte Suprema de Justicia -integrada por conjueces- ratificó lo resuelto por el Senado de la Nación el año último y confirmó la destitución del doctor Antonio Boggiano como integrante de ese máximo tribunal de Justicia. La decisión se basó -aunque nunca se dictó un fallo de destitución, como exige la Constitución Nacional-, en el contenido del voto de Boggiano en la causa Meller, que declaró inadmisible un recurso extraordinario contra un laudo del Tribunal Arbitral de Obras Públicas, siguiendo estrictamente la jurisprudencia invariable de la misma Corte.

Por ello es trascendente esta decisión porque, a falta de otras razones de fondo, ha quedado establecido con total claridad que los jueces pueden ser destituidos en juicio político por discrepar con el contenido de sus sentencias, sin que se demuestre la existencia de prevaricato. Que la diferencia de criterio, por más que tenga fundamento, pueda ser considerada causal de mal desempeño, como ocurrió en este caso, es una absoluta aberración.

La mayoría de los conjueces recurrió al remedio formal de rechazar el recurso extraordinario planteado por el ahora ex ministro de la Corte, sosteniendo que su contenido político lo hacía irrevisable por el máximo tribunal. Se evitó así entrar en la cuestión de fondo, convalidándose un criterio altamente peligroso para el futuro institucional.

Ya no habrá libertad de pensamiento judicial y así los magistrados no podrán interpretar las leyes con independencia. Si lo hacen y contrarían el pensamiento de las circunstanciales mayorías políticas podrán ser sometidos a juicio político. El sofisma funciona de este modo: el juicio político es político, no se ajusta a las reglas del derecho y, si falla contra derecho y su resolución es recurrida, el tribunal de derecho -la Corte- dirá que no puede entender en el caso porque el tribunal precedente es político. Con lo cual se cierra el circuito perverso que se ha dado en llamar "razonamiento circular". La sana doctrina quedó a cargo de la minoría, cuyos integrantes sostuvieron que el control de la opinión de los jueces expresado en las sentencias lesionaba "irreparablemente la imparcial administración de justicia y, con ella, la división de poderes".

En consecuencia, crecerá aún más el desprestigio del sistema judicial argentino si, como anticipa esta sentencia, se confirma la tendencia a pedir juicios políticos por mera disconformidad política, jurídica o ideológica con los fallos de los jueces. Al perder los magistrados la inamovilidad que la Constitución les garantiza, la independencia de los poderes quedará vulnerada.

Boggiano es reconocido internacionalmente por sus valiosas contribuciones al derecho y, en particular, a la jurisprudencia de la Corte. Nadie ignora sus aportes al derecho internacional privado y su defensa de los derechos humanos, tanto en la jurisprudencia de la Corte como en sus estudios de doctrina. Resultaba absolutamente injustificable, pues, su destitución del máximo tribunal y menos con un procedimiento tan injusto como arbitrario. No hay nada peor para nuestra Corte que el pensamiento único. Con ello desaparece toda noción de independencia de poderes.

Es de lamentar que sean los propios jueces quienes no hagan respetar la independencia del poder que integran. Se perdió una gran oportunidad para ello, pues la invalidez de la causa de destitución de Boggiano estaba fuera de toda duda. Eludir el tratamiento del caso ha sido un pésimo recurso.

Coincidimos con lo sostenido por el distinguido jurista Néstor Pedro Sagues, que en estos casos de gravedad institucional se resuelve "quién es el intérprete final de la Constitución: la Corte Suprema de Justicia, cuando emite una sentencia cualquiera, o el Senado, cuando en el fallo que pronuncia en el juicio político, descalifica a aquella sentencia de la Corte y remueve por mal desempeño al juez que la ha firmado. Si se entiende que el veredicto senatorial no es revisable después judicialmente por la Corte sobre el fondo de su razonamiento, por resultar facultad exclusiva de esa sala del Congreso, la consecuencia es que dicha Cámara pasa en verdad a perfilarse como intérprete supremo de la Constitución..."

Es de esperar que los demás poderes acepten que los fallos de la Corte descansan en el derecho y no en la política, sin lo cual el deslizamiento hacia la concentración total del poder seguirá pronunciándose, y nuestro sistema de gobierno quedará así definitivamente desvirtuado.

En el caso Boggiano, lamentablemente, se ha perdido otra oportunidad de reafirmar la independencia de nuestra vapuleada Justicia.



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